La playa de la Caleta vista desde el Castillo de Santa Catalina de Cádiz. Foto: G.LdC.

Desde la playa de Santa María del Mar, en Cádiz, horizonte infinito de agua –al otro lado está ya América, donde se apoltrona el sol cuando oscurece–, uno mira al Noroeste, avista las cúpulas de la catedral de la ciudad y, de pronto, no sabe dónde está. Hay lugares a los que se viaja que te llevan a otro mundo. Otros que te transportan a otro tiempo. Cádiz, además, te conduce a otro yo. Fuera de mapas, de relojes y de pensamientos. Te baja las pulsaciones del paso y de la cabeza y, en esa zozobra que te queda, como de marinero en tierra, con el vaivén interno en el oído de la marea, las prisas y los miedos, hallas la calma que anhelabas.

Cádiz no es un balneario. Tampoco un libro de autoayuda. Ni frase desgastada de galleta de la suerte. Cádiz es calor y levante con añoranza de poniente. Cerveza fría, todos a una. Un casi siempre, como cantan los gitanos, paraíso de la alegría. Casas burguesas que presumen hacia dentro. El nacionalismo más extremo de España, que es el de la Caleta, con ideología de letrilla y chirigota y vecinas guerrilleras, con silueta de Botero, que cantan bingos en la arena. Cádiz es escondite; cura de mar; leyenda de piratas; herencia de fenicios; casi isla, con puente, del tesoro; catacumbas con regusto a piriñaca; galeones atravesados de mar; procesiones de fantasmas, cuando los vivos duermen, en los que solo aquí me permito creer. Cádiz es el sueño de una noche de verano, o, en mi caso, de dos, de las que uno no quiere nunca despertar.

Cádiz es, así la siento, transitoriedad extrema y, por eso, vida. Sus paredes, arañadas de salitre y siglos, no son pintura opaca, sino un espejo, también abismo, al que asomarse. En su reflejo se tiene conciencia de que otros verán en el futuro, cuando ya ni nos recuerden, nuestro salitre y nuestro tiempo, como nosotros vemos los del pasado. Como los japoneses contemplan en la flor del cerezo, que se desprende apenas la roza el viento, la belleza de lo efímero. Frente a eso uno solo puede reír o llorar. La distancia entre ambas, a veces, es solo una copa de vino.

David López Canales es periodista freelance y autor del libro ‘El traficante’. Puedes seguir sus historias en su Instagram y en su Twitter.

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